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Hoy me ha dado por pensar en los primeros años de mi experiencia maternal y en cómo se había ido transformando mi vida desde entonces, en lo rápido que había crecido mi hijo desde aquel 2006 y en lo difícil que fue encontrar el equilibrio entre ser madre y mujer.

Creo que el día que vi el positivo en mi test de embarazo empezaron a aparecer las sombras de los miedos e inseguridades como madre: por saber si tendría un buen embarazo, si nacería bien, si sabría atender todas sus necesidades, si lo educaría correctamente… mil dudas que crecían a medida que lo hacía mi barriga sin saber que el instinto y la propia experiencia que iría acumulando me enseñarían el camino.

Pero no voy a hablarte sobre cómo fue mi embarazo, ni de las pataditas a traición de mi retoño cuando mi enorme barriga de ocho meses se le ocurría toparse con la mesa mientras trabajaba en la oficina, ni como las odiosas contracciones me hacían maldecir a diestro y siniestro camino del hospital a media noche, ni como experimenté la tirada en plancha del enfermero encima de mi barriga en pleno apogeo “empuja, empuja”…

Lo que hoy quería explicarte es cómo me cambió, como mujer, la experiencia de ser madre. Una experiencia única y maravillosa pero que hizo replantearme mis prioridades en la vida. Lo que hasta ese momento conformaba mi mundo, mi pareja y yo, se agrandó con una personita a la que teníamos que cuidar, educar, enseñar.

Es un sentimiento difícil de explicar, pero en cuanto tuve entre mis brazos a mi pequeñín sentí como si se iniciara un momento mágico, donde mi “yo mujer” se empezaba a transformar en mi nuevo “yo madre”. Te centras en él, vives por él, todo en tu vida pasa a girar en torno a él…

Nadie dijo que esto de ser madre fuese tarea fácil, aunque tampoco te avisan que te prepares con lo que viene después de serlo, o mejor dicho, para tu lío mental dónde parece que te vayas a batir en duelo entre tu lado mujer y tu lado madre.

No se puede generalizar, claro está, pero hay una buena parte de mujeres que pasado un tiempo tras la maternidad se sienten confundidas. Y es que ser madre te cambia la vida pero además también cambias tú, ya no solo físicamente sino que llega un momento en el que tu identidad como mujer ya no la reconoces.

Ser madre supone iniciar un vínculo emocional tan inmenso con tu hijo, desde que nace, que tu vida y tú misma pasa a un segundo plano. Nada es más importante que las necesidades de tu hijo y te das en cuerpo y alma a su crianza. Es lo lógico cuando una criatura depende exclusivamente de ti para subsistir y crecer de un modo sano.

¿Pero que sucede cuando te requieren más de lo que puedes dar o las cosas no salen como las habías «idealizado»?. Comienzan las dudas de tu rol como madre: de si lo estás alimentando adecuadamente, de si esa caída que tuvo en el parque la podrías haber evitado, de si tanto resfriado es porque no lo abrigas lo suficiente, de si desistes de darle de amamantar es que no piensas en tu hijo…

Dudas que pueden surgir en cualquier etapa de la maternidad. Recuerdo una de mis sesiones con una clienta en la que se cuestionaba si había sido una buena madre durante la infancia de sus hijas. Me decía que ella quería darles lo mejor para que fuesen felices y dudaba de si ese «darles lo mejor» era el causante de la rebeldía de una de ellas en plena adolescencia. Esta situación actual le hacía debatirse entre aceptar los desplantes y desprecios de su hija y comportarse como una «buena» madre o priorizar su bienestar emocional como mujer y tratarla con distancia emocional para que no le afectase.

Encontrar herramientas para lograr gestionar esta inseguridad, para conseguir encontrar el equilibrio justo, entre el rol de madre y tu identidad personal como mujer, es algo primordial para una vida sana y feliz. Y un primer paso es cambiar esas creencias que nos limitan a la hora de avanzar en una buena relación entre ambas partes. Asumir, sin culpa, que nos podemos equivocar y que el priorizarte en los momentos que lo necesites no tiene nada que ver con tu rol maternal.

Y en este punto es cuando comienza la difícil tarea de contentar a la sociedad moderna y vivir con su estereotipo de mujer “superwoman”, esa mujer que no renuncia a nada, puede con todo, hace feliz a su familia, tiene tiempo para todos y siempre con una sonrisa porque el ser madre te da “megapower”.

Así que en el momento que algo de todo eso no se cumple, la misma sociedad que te aupaba comienza a mirarte con recelo. Si dejas tu trabajo porque optas por dedicar los años de infancia de tu hijo a su cuidado y a disfrutar de la experiencia de verlo crecer, malo. Malo porque renuncias a tu parte de “mujer trabajadora”, autónoma, moderna.

Y luego tenemos el otro extremo, la parte tradicional que ve a la madre como mujer sufridora, la que debe dar veinticuatro horas al día sin sentirse egoísta, la que ha de hipotecar su bienestar por el bien de los demás, la que ha de sacrificarse como hicieron nuestros madres y abuelas.

Ser mujer y madre puede ser perfectamente compatible, y así debería ser siempre, pero las exigencias de lo que culturalmente “está bien visto” acaban por influenciarte, creándote inseguridades y creencias con respecto a lo “buena” o “mala” que eres en cada uno de tus roles.

Y en medio de todo este vaivén de tetris mental sigue estando tu hijo. Ciertamente no te replanteas nada de todo lo que he comentado hasta que comienzas a darte cuenta que tu retoño puede valerse por sí mismo. Hasta ese momento crees que tu vida es perfecta, y ciertamente lo es porque te sientes feliz. Estás en casa con tu pequeñín disfrutando de él y sin perderte nada de su infancia, y es algo que podría afirmar, sin temor a equivocarme, que ninguna madre se arrepiente de haberlo hecho. ¡Todos esos recuerdos no tienen precio!.

En mi caso personal, como olvidar el par de años que vivimos mi marido y yo junto a nuestro hijo Daniel en Chile. Llegó allí estrenando los tres añitos y con las inseguridades normales a su edad pero multiplicadas por dos, lo que supuso un plus de demanda maternal.

No sé realmente cuando me llegó ese momento de iluminación o de despertar en el que advertí que faltaba algo en mi vida. Quizás cuando sentí que como madre ya no era esa figura omnipresente que era reclamada constantemente. A medida que crecía, todo ese tiempo que requería de mí y que me provocaba un agotamiento mental y físico comenzó a aligerarse. Me dí cuenta que cada vez eran mayores los huecos en los que podía tener momentos para darle al botón “pause” de mi vida simplemente para descansar o reflexionar…

Reflexionar sobre quién era ahora, sobre la mujer que era ahora. Había evolucionado de mujer a madre y me había quedado en ese rol, estancada. Era como si no me diera el permiso a ser la mujer que quería ser, cómo si el pensar únicamente en mí fuera algo egoísta e irresponsable.

Todas tenemos nuestras circunstancias por las cuales dejamos de tratarnos como merecemos, de ocuparnos de nosotras mismas aunque sea en pequeños instantes. En mi caso, mi segunda experiencia como expatriada, esta vez en Dubái, acabó por exprimir esa parte dedicada a mi hijo. Todo eran preocupaciones por su adaptación ignorando que yo también necesitaba la mía. Solo resonaba en mi cabeza «colegio», «inglés», «amigos». Pero ese instinto maternal de sobreprotección acabó por relajarse cuando vi, tiempo después, que todo estaba controlado y apenas quedaba nada del niño inseguro de ocho años que llegó allí meses antes.

Lo que quedaba era una madre que empezaba a comprender que necesitaba un cambio, encontrar nuevas motivaciones y sobre todo, encontrarse a ella misma.

Nuestra vuelta como expatriados, apenas un año y medio después, no facilitó las cosas, pero fue un punto de inflexión que me hizo despertar definitivamente. Con la visión de ser una mujer con ninguna meta a la vista y con un hijo a las puertas de entrar en la secundaria ¿qué narices podía hacer?. Pues lo que debía haber hecho hacía tiempo, ¡Reencontrarme y reinventarme!.

A unas mujeres antes y a otras más tarde, pero al final esa transformación interior llega sin darte cuenta. En ocasiones, al igual que llega va desapareciendo o más bien, se va integrando en ti hasta que aquella identidad como mujer vuelve a recobrar vida. En otras ocasiones es la propia consciencia de necesitar algo más en tu vida la que te lleva a intentar encontrar un nuevo camino hacia tu reinvención personal.

Con mi experiencia te diría que si te encuentras en este momento de confusión, no dudes en empezar a dar un pasito hacia tu reencuentro como mujer. Descubre quién quieres ser y busca tu propósito en la vida. Piensa que el equilibrio entre ser madre y mujer es posible, que no tienes que hacer caso a las etiquetas y que si de verdad apuestas por algo que te motivaba y te hace sentir «tú», tienes que ir a por ello.

Ser madre es lo mas maravilloso que te puede suceder en la vida y de igual modo que estás disfrutando de cada instante con tu hijo, tienes que disfrutar de esos momentos que puedes estar contigo misma.

Ahora toca que te cuides, porque la vida sigue ahí, delante de ti, esperando a que te subas a su tren. Y porque te mereces ser feliz de la manera que tú lo sientas, haciendo lo que te gusta, siendo la mujer que verdaderamente quieres ser, siendo una madre que ahora es una nueva mujer…

¿No crees que merece la pena intentarlo?

Si te has quedado con ganas de saber cómo fue mi reinvención personal te invito a que leas mi artículo Reinventarse ¡Espero que te inspire!

Y si necesitas ese empujoncito hacia tu búsqueda de la nueva mujer no dudes en ponerte en contacto conmigo. ¡Estaré encantada de ayudarte!


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